Después de superar una
cancelación y un par de retrasos de última hora, la ceremonia de despedida por
fin pudo celebrarse, y el numeroso público que se había acercado a observar el
evento disfrutó del espectáculo en que siempre se convertía el despegue de la nave
espacial Eos.
El transbordador pasó, en muy pocos segundos, de ser una
enorme y alargada masa metálica de cuyas anchas toberas brotaban estelas de
plasma, a un mero punto en el cielo que no tardó en desaparecer de las miradas
de los asombrados espectadores, no así de las electrónicas. Darel Bahman
sonreía desde su destacado asiento en el centro del palco principal, y se
mostró encantador con todo el mundo mientras lo abandonaba, estrechando manos y
recogiendo —en nombre de, según afirmaba con modestia, un equipo mucho más
amplio—, un sinfín de felicitaciones que le ofrecían el resto de personalidades
invitadas al acto. En ningún momento se le olvidó expresar su agradecimiento
por el apoyo y la confianza recibidos. Cualquier persona que no formara parte
de su círculo más íntimo jamás habría llegado a creerse que aquel hombre, el actual
presidente de la Tierra ,
envidiado y temido a partes iguales a lo largo y ancho del planeta debido al
desmesurado poder que acumulaba en sus manos, se sentía mucho menos seguro de
sí mismo de lo que aparentaba.
* * *
Glen Nolsson se liberó
del cinturón de seguridad nada más encenderse la luz verde que indicaba el fin
de la fase de despegue, y enseguida su cuerpo empezó a flotar. Al igual que para
el resto de pasajeros, todos científicos como él, aquel era su primer viaje a
Europa, y gran parte de lo que veía le resultaba llamativo, novedoso y
excitante.
Corría el año 2169, y
Galileo se había convertido en la primera base permanente de todo el Sistema
Solar que el ser humano, dejándose arrastrar por su, como decían los antiguos
griegos, «furia constructora de ciudades», se afanaba en concluir más allá de
la próxima, vetusta y benefactora Luna. Nolsson, un geólogo que había publicado
varios trabajos merecedores del interés y elogio de sus colegas, pero que
carecía por completo de la más mínima experiencia en viajes más allá de la
atmósfera terrestre, disfrutó como un niño de su propia ingravidez y de la de
los objetos que se movían a su alrededor mientras, entre risas, se las
arreglaba como podía para escribir y enviar un tranquilizador video-mensaje a
su familia. Luego, ya más centrado en la misión de la que formaba parte, se
sumergió en los apuntes que llevaba consigo a fin de empaparse de una miríada
de detalles relacionados con las tareas que habría de llevar a cabo a lo largo
de los meses venideros.
Entre el repaso de sus notas
y el intercambio de bromas con el resto de sus compañeros de viaje, este no se
le hizo tan largo como había temido en un principio. Cuando la Eos se aproximó por fin a su
destino, Nolsson recuperó buena parte de la excitación inicial que había
sentido allá en la Tierra ,
tras serle comunicada su adscripción al grupo científico de reemplazo de la
moderna, e inacabada, estación.
El capitán del
transbordador acompañó el anuncio de la inminente llegada a Europa de una invitación a los científicos a
asomarse a un amplio mirador desde el que podrían disfrutar de vistas excelentes
durante la aproximación al satélite joviano, justo antes de llevar a cabo el
descenso sobre la superficie y europaneizar. El geólogo aceptó de buen grado la
invitación, y sonrió con satisfacción mientras el transporte procedía con las
complejas maniobras destinadas a posar la nave sobre la amplia pista de la Base. No pudo evitar
sentir una pequeña decepción al contemplar las aún incompletas instalaciones,
pese a que los módulos que la componían destacaban sobre la lechosa y pulida
superficie con su ciclópeo tamaño. Se consoló al recordar que, de acuerdo con
las afirmaciones de los reclutadores gubernamentales que lo habían seleccionado,
las estimaciones más optimistas auguraban que aquel prodigio de la ingeniería humana
quedaría terminado por completo en, a lo sumo, un par de años terrestres. El
complejo daría refugio de forma continua a varios cientos de personas, incluido
tanto personal propio como grupos de trabajo externos. Con todo, la Base Galileo
funcionaba ya a un rendimiento aceptable, y prueba de ello era que todos los
años, por aquellas fechas, varios científicos escogidos viajaban hasta allí
para relevar al equipo de la temporada anterior y continuar las investigaciones
en curso. A Nolsson le agradaba aquel modo tan poco convencional de proceder, pues
le hacía sentirse parte de un proyecto mucho más grande e importante. «Uno de
esos grandes propósitos de la humanidad»,
se decía a sí mismo con cierto orgullo. Y aunque su contribución personal bien
pudiera equipararse a la de una simple hormiga en relación con el
funcionamiento de un gran hormiguero, incluso aquel modesto aporte constituía
un elemento imprescindible para la consecución del objetivo común. «Un pequeño
sacrificio cuya recompensa se derramará sobre toda la humanidad como una
bendición», pensó satisfecho.
* * *
Los primeros días estuvieron abarrotados de normas y protocolos, establecidos hacía mucho, encaminados
a la progresiva y segura aclimatación de los científicos a su nuevo entorno. No
hubo ningún problema digno de destacar, pero Nolsson se llevó una pequeña
decepción con los miembros del equipo al que sus compañeros y él mismo habían
venido a sustituir. Esperaba encontrarse con algunos de los más brillantes
intelectos en varios campos de la ciencia, mentes inquietas, activas y
buscadoras de nuevos descubrimientos, huraños algunos quizá, incluso recelosos
de sus trabajos al hallarse inmersos en sus propias investigaciones. Él sabía muy
bien cómo funcionaba, y se hallaba preparado para aceptar eso y comprenderlo.
Pero lo que de ninguna manera había anticipado era aquella apatía y mezquino
desinterés por cualquier cosa que tuviera que ver con los trabajos realizados durante
su estancia en el satélite. Nolsson, con la puntual ayuda de alguno de sus
compañeros, y ante la falta de respuesta profesional del equipo saliente, había
intentado dirigir las conversaciones hacia lo que se suponía que sí habría de
interesar a aquellos hombres, el inminente viaje de regreso a la Tierra , seguido del feliz
reencuentro con sus familias. Tampoco funcionó. Cada vez que se acercaba a
ellos, lo miraban como si se hubiera vuelto loco, o como si lo que les
planteaba careciera de sentido. Si acaso decidían dar su opinión, lo hacían de
un modo que no dejaba tan claro que el regreso fuera lo más importante para
ellos. Pero tampoco aclaraban qué lo era. El geólogo, frustrado después de alguno
de aquellos encuentros, se llegó a decir a sí mismo que, sin duda, encontraría
mayor calidez en el exterior de la
Base que allí dentro. En alguna ocasión lo comentó con varios
doctores y personal fijo de la propia Galileo, pero todos coincidieron en que
aquel comportamiento era, hasta cierto punto, normal, y lo achacaban a la
ansiedad acumulada a raíz del prolongado tiempo transcurrido desde que salieron
de la Tierra ,
sumado a la perspectiva de regreso. Una especie de bloqueo emocional que, sin
duda, se solventaría con el tiempo, según decían. Después del último de
aquellos diagnósticos Nolsson llevó a cabo un ejercicio de introspección. Al
final del mismo concluyó que, cuando hubiera transcurrido el año que había de
permanecer allí, y estuviera a punto de marcharse, haría todo lo contrario de
lo que veía en sus colegas científicos: hablaría por los codos, le gastaría
bromas a los nuevos, contaría chistes, a ser posible de dudoso gusto, bebería en
exceso y armaría escándalo hasta que le llamaran la atención. Se mostraría, en
fin, risueño y afable en lugar de apático y asocial. Haría todo lo posible por
despertar una cierta y sana envidia entre los miembros del grupo de relevo, en
lugar de la pena y lástima con que él los veía marchar.
* * *
Apenas había transcurrido una semana desde que los científicos
relevados partieran de regreso a la
Tierra cuando el comandante de la Base reunió a su grupo, y les
comunicó que iban a llevar a cabo una primera salida para continuar la
exploración del helado satélite. Nolsson, al igual que el resto de sus
compañeros, fue incapaz de disimular la mezcla de alegría y excitación que lo
invadió cuando se enteró de la noticia. Habían pasado muchas horas de
entrenamiento intensivo dedicadas a aprender el manejo de todo el equipo que debían
conocer a la perfección: los trajes, las herramientas e instrumental de
análisis y, por último, los vehículos de superficie que utilizarían para
desplazarse una vez fuera de la
Base.
Se formaron cuatro
grupos de tres científicos cada uno. Después de recibir las últimas instrucciones
del Control de la misión desde el Centro de Mando de Galileo, los equipos se
despidieron deseándose buena suerte. Nolsson imitó a sus compañeros y montó su
trineo motorizado. Unos minutos más tarde los nuevos exploradores se alejaban
de la Base en
construcción. Al geólogo le había tocado
el grupo del oeste, y en aquella dirección avanzaba mientras mantenía su rápido
vehículo a la distancia de seguridad
recomendada.
Las primeras horas de viaje se le hicieron cortas pese a no
encontrar nada apenas digno de mención, aparte de la ubicua y uniforme realidad
helada del satélite blanco, que parecía ofrecerse a sí mismo tal cual era: una
extensión infinita casi carente por completo de fronteras o accidentes geográficos de
importancia. Sabía que, bajo ellos, tras una gruesa capa de hielo de varios
kilómetros de espesor, un océano de agua salada rompía aquella apariencia de
quietud, añadiendo un curioso contrapunto a aquel pequeño, inhóspito y, aun
así, hermoso mundo. Un mundo que ahora estaba siendo reclamado para la
humanidad.
Nolsson esbozó una sonrisa bajo la mascarilla de su traje. Se consideraba
un privilegiado por encontrarse allí, en lo que sería considerado un hito
histórico por las generaciones venideras. Durante unos maravillosos instantes,
y a pesar de la obligada ausencia de contacto físico con tan gélido entorno, se
sintió uno con la Naturaleza.
Dejó que el trineo avanzara sobre la helada superficie sin
prestarle atención, cerró los ojos e imaginó cómo el viento acariciaba su rostro.
No mucho más tarde las
radios de largo alcance instaladas en los vehículos despertaron tras un
prolongado silencio para comunicarles una noticia. El grupo del norte acababa
de informar al Centro de Mando del hallazgo de un enorme cráter que, al ser
inspeccionado más de cerca, había revelado en una de las paredes, junto a la
base del mismo, una entrada de lo que podía ser, quizá, una cueva. El
afortunado trío había bajado a explorar y, tras una primera inspección
superficial, se había internado en la abertura, pues el interior, según
dijeron, parecía profundo y de grandes dimensiones. Poco después las comunicaciones
se interrumpieron, hecho que ya sabían que se produciría, pues las radios
portátiles incorporadas a los trajes ambientales eran de corto alcance,
diseñadas para ser empleadas sólo entre los miembros de los equipos de
exploración.
Nolsson sintió una pequeña
punzada de envidia, y deseó con todas sus fuerzas que sus compañeros y él
realizaran un descubrimiento similar que les permitiera ejercer más de
científicos y menos de turistas. Un par de horas más tarde se felicitó al ver
que su ruego había sido escuchado, aunque esta vez no se trataba de ningún
cráter, sino de una amplia oquedad abierta en un túmulo que se elevaba unas
decenas de metros sobre la superficie. La excitación en las voces de los otros le
confirmó al geólogo que no era el único que había anhelado un cambio en su rutinaria
misión, limitada hasta ese momento a realizar fotos —incluida alguna que otra
autofoto para el recuerdo—, grabar pequeños vídeos y recoger muestras para su
posterior análisis en los laboratorios de la Base. Tras detener los
trineos cerca de la entrada y comunicar su hallazgo al Centro de Mando, los
tres hombres se adentraron en la cueva sólo para descubrir que continuaba hacia
el interior gracias a una red de galerías cuya extensión era imposible de
determinar a simple vista. La oscuridad no ofrecía demasiado problema, pues los
trajes iban equipados con dos potentes linternas, una sobre la cabeza y otra a
la altura de la cintura. Asimismo contaban con pequeñas radio balizas que
podrían ir activando a medida que avanzaran, de tal modo que no les resultaría
difícil encontrar el camino de regreso si se perdían en aquel laberinto helado.
Después de recorrer un tramo considerable, acompañados tan sólo por el eco
de sus pasos, el camino desembocó en una amplia caverna que, para su sorpresa,
se encontraba iluminada con un suave resplandor azulado cuya procedencia no
resultaba sencillo identificar a primera vista. Además de eso, las paredes y
suelos de hielo estaban pulidos a la perfección, como si una mano menos
caprichosa que la de la
Naturaleza hubiera pasado por ese lugar. Como confirmación de
esta última sensación, en el centro de la enorme cavidad descubrieron una
especie de altar al que se podía acceder por varios escalones que lo rodeaban
por los cuatro puntos cardinales —Nolsson pudo confirmar esto tras una rápida
consulta a la brújula incorporada al traje—. Los rostros de los tres
científicos reflejaban el estupor que sentían desde que entraron en aquella
estancia, y ninguno de ellos dejó de hacerse preguntas y locas conjeturas mientras
grababan y fotografiaban todo. Aún se
interrogaban sobre el posible origen del lugar cuando de repente Zac Miles, el más veterano
de los tres exploradores y jefe de aquel equipo, emitió un grito ahogado.
Nolsson se dio la vuelta y vio que el hombre señalaba algo frente a él. Giró la cabeza para seguir la indicación de
su compañero, y entonces la vio. Al principio se llevó un buen susto al creer
que se trataba de una mujer normal, con aquella figura bien torneada, sus
delicados rasgos y esa mirada envuelta en una tímida y cálida sonrisa. Pero
enseguida se percató de que era del todo imposible, pues no llevaba mascarilla,
ni mochila de aire respirable. De hecho, ni siquiera vestía un traje ambiental adecuado
que la protegiera de la gélida temperatura exterior. ¿Cómo era posible? ¿Quién
o qué era en realidad? La segunda opción brotó en su cabeza en décimas de
segundo. Quizá se tratara de algún tipo de holograma o proyección muy avanzada,
dado su increíble grado de realismo. La siguiente alternativa que se le ocurrió
le gustó mucho menos. Era posible que fuera el producto de una alucinación
causada por algún tipo de toxina o germen desconocido que hubiera conseguido
atravesar los trajes o hubiera alterado de algún modo el depósito de aire. Miró
la pantalla del miniordenador de su traje, situada en su muñeca izquierda y
que, entre otras cosas, le permitía consultar el funcionamiento del mismo, pero
los valores que le mostraban no se alejaban de los rangos normales
establecidos. Tan sólo una pequeña advertencia en rojo le recomendaba que respirara
más despacio, nada más. La voz de Miles le sacó de su ensimismamiento y lo devolvió
a la crisis que los rodeaba:
—¡Smith! ¡Nolsson!
¡Decidme que estáis viendo lo mismo que yo!
Ninguno de los tres hombres
se había movido aún, debido quizá al estupor producido por la inesperada aparición
de aquel inaudito fenómeno, pero, una vez pasados los primeros momentos de
desconcierto, la curiosidad innata presente en todo científico se fue abriendo
paso en la mente de Nolsson. El sorprendido geólogo intentó avanzar hacia la
figura, que permanecía inmóvil, si bien los contemplaba con rostro sereno y
mirada indescifrable. Extrañado, bajó la mirada hasta sus pies, que seguían
asentados con firmeza sobre la helada y pulida superficie europana. No percibió
problema alguno, e hizo un nuevo intento de dar un paso al frente. Fue incapaz
de mover un músculo. Entonces miró a Miles y vio que este retorcía el cuerpo y
hacía aspavientos con los brazos, como si intentara andar y algo se lo
estuviera impidiendo. Smith, situado entre Miles y él, pero un poco a su
izquierda, parecía hallarse en la misma situación. Pero, a pesar de ello,
nada le llegaba de sus compañeros a
través del dispositivo de comunicación.
—¡Miles! ¿Me oyes? —llamó Nolsson tras
comprobar el estado de los controles de su radio—. ¿Miles? ¿Smith? ¿Qué está
pasando?
Sólo le respondió el silencio.
Estuvo a punto de soltar una carcajada ante lo absurdo de la situación; veía a
los dos científicos luchar en vano por moverse, y girar la cintura para mirarse
entre sí y a él, con los rostros desencajados y evidentes muestras de estar gritando,
pero la radio seguía muerta. Y en los indicadores de su traje sólo uno seguía
marcando un valor anómalo, el de la velocidad de su respiración. El geólogo lo
ignoró por completo y volvió a prestar atención a aquella figura que aparentaba
la viva imagen de una hermosa mujer
humana. Hermosa y de rostro inescrutable, pues no se había alterado ni mucho ni
poco por las evidentes dificultades por las que atravesaban los tres
astronautas. Nolsson volvió a preguntarse si sería real o no era más que un producto
de su imaginación. De pronto se acordó del equipo que llevaba y activó la
cámara de vídeo acoplada sobre su casco. Una vez en el laboratorio podrían
averiguar mucho más sobre aquella entidad, aunque ahora lo prioritario era
encontrar la manera de moverse y salir de aquella maldita cueva. Fue justo
entonces cuando empezó a escuchar algo, una especie de lejano murmullo que no se
llegaba a fortalecer lo suficiente como para convertirse en un sonido
interpretable con claridad. De pronto sintió un leve cosquilleo en sus pies que,
poco a poco, fue subiendo más y más por su cuerpo, hasta que llegó a su cabeza.
Teorizó que, quizá, podía tratarse de algún tipo de escaneo biológico, pero no tuvo
oportunidad de comprobar su hipótesis, pues justo entonces vio a Miles
derrumbarse sobre el hielo, como si hubiera sido abatido por un francotirador.
Con la única salvedad de que nadie les disparaba. El geólogo miró a Smith, que
se había llevado las manos al casco de su traje. También se desplomó, como si
hubiera sido golpeado por lo mismo que Miles segundos antes. Sabía que él sería
el siguiente, pero aun así hizo un último esfuerzo por escapar. El cosquilleo
llegó por fin a su cabeza y los ojos se le quedaron en blanco. Lo último que
Nolsson sintió fue cómo lo abandonaba la consciencia.
* * *
Cuando despertó, lo
primero que vio fue el serio rostro de Miles, que lo observaba desde el otro
lado del visor del casco de su traje ambiental.
—¡Arriba, dormilón! —dijo el jefe del grupo con aquella potente
voz suya, que le llegó a través de la radio. Después de tenderle la mano para
ayudarle a que se incorporara, añadió—: Hemos de irnos ya. Sólo nos queda el oxígeno
justo para regresar a la Base. Nolsson
se llevó una mano a la cabeza, confuso.
—¿Qu-, qué ha pasado?
—Si Smith está en lo
cierto, un extraño caso de «pereza europana» —respondió Miles mientras miraba
arriba sin mover la cabeza en evidente gesto de desacuerdo. Luego se explicó—:
Él fue el primero en despertar. Al parecer los tres nos quedamos dormidos junto
a las motos-trineo. —Hizo una pausa—. Yo prefiero pensar que nuestros equipos
debían estar mal ajustados, y por eso perdimos el conocimiento. Alguien en la Base va a tener que darme una
buena explicación.
—¿Los tres? ¿Al mismo
tiempo? —preguntó Nolsson sin terminar de creerse la posibilidad apuntada por
Smith. Pero este hizo caso omiso, más pendiente de los datos que le
proporcionaba su traje que de otra cosa.
Miles se limitó a encogerse
de hombros, pues tampoco parecía que le hubiera dedicado mucho tiempo a pulir
los detalles de su hipótesis. Un fallo en los trajes que les hubiera dejado sin
sentido por un tiempo sí podía tener sentido, pero el de los tres, y al mismo
tiempo, no tanto. El jefe del equipo se dio la vuelta, montó en su vehículo, lo
arrancó, y abrió la marcha de vuelta a la Base. Smith y Nolsson lo imitaron.
Los tres parecieron firmar un pacto de silencio durante el viaje de regreso. Nolsson
lo justificó por la escasez de oxígeno en sus mochilas, que hacía poco
recomendable cualquier charla intrascendente, como las que habían mantenido
durante la primera parte de su expedición. Tan sólo Miles se lo saltó a fin de
mantener el preceptivo contacto por
radio con el Centro de Mando.
Llegaron a la vista de la Base sin mayores
contratiempos, y cuando por fin accedieron a su interior, les comunicaron que
todos los demás grupos habían regresado ya. Después de disfrutar de una
relajante ducha, una comida caliente, y una no demasiado larga reunión con los
otros grupos de exploración y los responsables del Centro de Mando, los
científicos se encerraron en sus habitaciones para elaborar los informes
personales de cada uno de sus campos. En las semanas que seguirían todos ellos
deberían ir completándolos con los resultados de los análisis de las muestras y
pruebas documentales que habían obtenido. En las siguientes reuniones, sin
embargo, Nolsson observó que todos sus compañeros, y él mismo, reproducían un
mismo y curioso esquema en la descripción de sus observaciones, a saber:
aludían a la embriagadora inmensidad del blanco y yermo paisaje europeo,
poniendo a menudo el énfasis en la soledad y en la, a la larga, incomodidad que
semejante contemplación provocaba, cosa que lindaba quizá mucho más con un
aspecto literario o artístico que con el científico. Sin embargo, se abstuvo de
comentar en alto aquel detalle, que achacó a simple casualidad, o quizá a la
peculiar capacidad evocadora del paisaje del satélite. Además, aquello carecía
de importancia en comparación con otro fenómeno. Se había dado cuenta de que no
sólo había dejado de comentar numerosos aspectos de trabajo con sus compañeros,
sino que incluso el resto de actividades, más o menos lúdicas, que antes solían
compartir habían quedado reducidas a la mínima expresión, sin que hubiera
claros motivos para ello. En el Centro de Mando no pusieron objeción alguna a
que los científicos dejaran de trabajar por equipos, y tampoco estimaron
conveniente programar nuevas salidas para continuar con la exploración de
Europa. Nadie protestó por ello.
* * *
Harvey Grant llegó hasta la
puerta del despacho, la abrió sin llamar y se deslizó al interior con la
desenvuelta familiaridad que otorga el hábito. Cerró con cuidado tras él, y se
volvió hacia el centro de la habitación, aunque permaneció de pie a la espera
de que su jefe diera muestras de haber reparado en su presencia. El nivel de
luz de la estancia era demasiado bajo para trabajar, y una pieza de música
clásica sonaba con suavidad en el sofisticado equipo de música situado en una
de las esquinas, sobre un bonito y antiguo mueble de madera de caoba. El sillón
de oficina giró despacio hasta que su ocupante quedó situado frente al recién
llegado, quien miró al hombre sentado con un brillo de conmiseración en la
mirada, aunque esta pasó desapercibida en el oscurecido ambiente.
—Hoy es uno de esos
días, ¿verdad, señor?
—Eres un lince, Grant
—respondió el otro con voz ronca y carente de inflexión. Luego tomó una copa de
licor que había sobre la mesa y que estaba llena hasta la mitad, y bebió un
sorbo.
—Me halaga, señor
presidente, pero temo que mi apreciación carece de mérito. ¿Coñac? ¿A estas
horas?
—El mérito está
sobrevalorado —sentenció el hombre, que se encogió de hombros y añadió—: En la
botella no venía el horario recomendado de consumo.
—Es posible que lo esté
—concedió el subordinado ignorando el sarcasmo en la respuesta de su superior—,
pero aun así es algo valioso en sí mismo.
—Sabes muy bien lo poco
que importa eso. Lo poco que importa todo. —Tomó otro sorbo, esta vez mayor.
Grant optó por guardar
silencio. Sabía bien que, cuando el presidente caía en aquella actitud
derrotista, nada de lo que dijera podía animarlo. En contra de su opinión
personal, quizá el alcohol consiguiera algo más. La espera brindó sus frutos.
—¿Qué me traes?
—El último informe de
Galileo —fue la escueta respuesta que le ofreció el asesor. No hacía falta más.
—Muy oportuno —dijo
Bahman con ironía mientras levantaba su copa a modo de brindis.
—Lo siento, señor —se
disculpó el subordinado. Aun así, continuó con su informe—: Todo ha
transcurrido como de costumbre y conforme a lo acordado.
—¡Por supuesto!
—estalló el presidente mientras se ponía de pie de un salto—. ¿Acaso podría
haber sucedido de otra manera? ¿Había opciones que pudiéramos elegir?
Bahman empezó a
pasearse de un lado a otro por el despacho con pasos cortos y rápidos. Grant esperó sin hacer ningún comentario. Ya
había asistido antes a aquellos episodios de furia del presidente, y sabía muy
bien lo que venía a continuación.
—¡Nunca hubo
alternativas! —gritó con amargura tras detenerse un momento. Luego reanudó el
paseo de un lado a otro, como una fiera enjaulada—. ¿¡Hasta cuándo hemos de
aguantar esta servidumbre!? ¿¡Cómo nos libraremos de esta maldita losa que nos
aprisiona!? —El hombre apuró la copa y la depositó sobre una mesa auxiliar.
Luego apretó los puños en clara muestra de impotencia.
—Usted sabe muy bien
que estamos atados de pies y manos…
—¡Deberíamos luchar! —estalló
una vez más el dirigente.
—Lo hicimos… y perdimos
—respondió el asesor, pronunciando en voz más baja, pero audible, las dos
últimas palabras.
—Sí, perdimos —confirmó
el presidente—. Fuimos derrotados en una sola batalla en la que resultó
destruida nuestra única astronave militar. Y con ella doscientos excelentes soldados
y oficiales. Pero lo peor de todo es que perdimos nuestra libertad. Y ella, la
hermosa, triunfante y pérfida Europa, aprovechó para encadenarnos a un destino
más cruel incluso que la muerte.
—El «Sacrificio»
—musitó el asesor con un matiz cuasi reverente. Se sobresaltó con la risa
salvaje, amarga y sin una pizca de humor del presidente.
—¿Sacrificio? —repitió
Bahman con displicencia—. Nada de sacrificio. Es estúpido y de fanáticos
denominar de esa manera a lo que no es otra cosa que un horrible tributo para satisfacer
a un monstruo insaciable. Monstruo que se hace más y más fuerte cada año que
pasa mientras se alimenta de las emociones y de los recuerdos de nuestros más
inteligentes científicos. Y cuando acabe con ellos, seguirá con el resto.
—Llegará un día en que
tendrá que parar —dijo el asesor.
—Así es —respondió el presidente, con el
ánimo hundido, tras su inútil explosión de cólera y orgullo—. Parará cuando ya
nada nos importe, o cuando hayamos olvidado quiénes somos. Se detendrá, sí, no
te quepa la menor duda. Lo hará una vez haya terminado de arrebatarnos lo que
nos hace humanos.