martes, 7 de abril de 2015

Sacrificio



    Después de superar una cancelación y un par de retrasos de última hora, la ceremonia de despedida por fin pudo celebrarse, y el numeroso público que se había acercado a observar el evento disfrutó del espectáculo en que siempre se convertía el despegue de la nave espacial Eos. 


     El transbordador pasó, en muy pocos segundos, de ser una enorme y alargada masa metálica de cuyas anchas toberas brotaban estelas de plasma, a un mero punto en el cielo que no tardó en desaparecer de las miradas de los asombrados espectadores, no así de las electrónicas. Darel Bahman sonreía desde su destacado asiento en el centro del palco principal, y se mostró encantador con todo el mundo mientras lo abandonaba, estrechando manos y recogiendo —en nombre de, según afirmaba con modestia, un equipo mucho más amplio—, un sinfín de felicitaciones que le ofrecían el resto de personalidades invitadas al acto. En ningún momento se le olvidó expresar su agradecimiento por el apoyo y la confianza recibidos. Cualquier persona que no formara parte de su círculo más íntimo jamás habría llegado a creerse que aquel hombre, el actual presidente de la Tierra, envidiado y temido a partes iguales a lo largo y ancho del planeta debido al desmesurado poder que acumulaba en sus manos, se sentía mucho menos seguro de sí mismo de lo que aparentaba.

                                                                                       * * *

     Glen Nolsson se liberó del cinturón de seguridad nada más encenderse la luz verde que indicaba el fin de la fase de despegue, y enseguida su cuerpo empezó a flotar. Al igual que para el resto de pasajeros, todos científicos como él, aquel era su primer viaje a Europa, y gran parte de lo que veía le resultaba llamativo, novedoso y excitante.
     Corría el año 2169, y Galileo se había convertido en la primera base permanente de todo el Sistema Solar que el ser humano, dejándose arrastrar por su, como decían los antiguos griegos, «furia constructora de ciudades», se afanaba en concluir más allá de la próxima, vetusta y benefactora Luna. Nolsson, un geólogo que había publicado varios trabajos merecedores del interés y elogio de sus colegas, pero que carecía por completo de la más mínima experiencia en viajes más allá de la atmósfera terrestre, disfrutó como un niño de su propia ingravidez y de la de los objetos que se movían a su alrededor mientras, entre risas, se las arreglaba como podía para escribir y enviar un tranquilizador video-mensaje a su familia. Luego, ya más centrado en la misión de la que formaba parte, se sumergió en los apuntes que llevaba consigo a fin de empaparse de una miríada de detalles relacionados con las tareas que habría de llevar a cabo a lo largo de los meses venideros.
     Entre el repaso de sus notas y el intercambio de bromas con el resto de sus compañeros de viaje, este no se le hizo tan largo como había temido en un principio. Cuando la Eos se aproximó por fin a su destino, Nolsson recuperó buena parte de la excitación inicial que había sentido allá en la Tierra, tras serle comunicada su adscripción al grupo científico de reemplazo de la moderna, e inacabada, estación. 
     El capitán del transbordador acompañó el anuncio de la inminente llegada a Europa  de una invitación a los científicos a asomarse a un amplio mirador desde el que podrían disfrutar de vistas excelentes durante la aproximación al satélite joviano, justo antes de llevar a cabo el descenso sobre la superficie y europaneizar. El geólogo aceptó de buen grado la invitación, y sonrió con satisfacción mientras el transporte procedía con las complejas maniobras destinadas a posar la nave sobre la amplia pista de la Base. No pudo evitar sentir una pequeña decepción al contemplar las aún incompletas instalaciones, pese a que los módulos que la componían destacaban sobre la lechosa y pulida superficie con su ciclópeo tamaño. Se consoló al recordar que, de acuerdo con las afirmaciones de los reclutadores gubernamentales que lo habían seleccionado, las estimaciones más optimistas auguraban que aquel prodigio de la ingeniería humana quedaría terminado por completo en, a lo sumo, un par de años terrestres. El complejo daría refugio de forma continua a varios cientos de personas, incluido tanto personal propio como grupos de trabajo externos. Con todo, la Base Galileo funcionaba ya a un rendimiento aceptable, y prueba de ello era que todos los años, por aquellas fechas, varios científicos escogidos viajaban hasta allí para relevar al equipo de la temporada anterior y continuar las investigaciones en curso. A Nolsson le agradaba aquel modo tan poco convencional de proceder, pues le hacía sentirse parte de un proyecto mucho más grande e importante. «Uno de esos grandes propósitos de la  humanidad», se decía a sí mismo con cierto orgullo. Y aunque su contribución personal bien pudiera equipararse a la de una simple hormiga en relación con el funcionamiento de un gran hormiguero, incluso aquel modesto aporte constituía un elemento imprescindible para la consecución del objetivo común. «Un pequeño sacrificio cuya recompensa se derramará sobre toda la humanidad como una bendición», pensó satisfecho.    

                                                                                       * * *

     Los primeros días estuvieron abarrotados de normas y protocolos, establecidos hacía mucho, encaminados a la progresiva y segura aclimatación de los científicos a su nuevo entorno. No hubo ningún problema digno de destacar, pero Nolsson se llevó una pequeña decepción con los miembros del equipo al que sus compañeros y él mismo habían venido a sustituir. Esperaba encontrarse con algunos de los más brillantes intelectos en varios campos de la ciencia, mentes inquietas, activas y buscadoras de nuevos descubrimientos, huraños algunos quizá, incluso recelosos de sus trabajos al hallarse inmersos en sus propias investigaciones. Él sabía muy bien cómo funcionaba, y se hallaba preparado para aceptar eso y comprenderlo. Pero lo que de ninguna manera había anticipado era aquella apatía y mezquino desinterés por cualquier cosa que tuviera que ver con los trabajos realizados durante su estancia en el satélite. Nolsson, con la puntual ayuda de alguno de sus compañeros, y ante la falta de respuesta profesional del equipo saliente, había intentado dirigir las conversaciones hacia lo que se suponía que sí habría de interesar a aquellos hombres, el inminente viaje de regreso a la Tierra, seguido del feliz reencuentro con sus familias. Tampoco funcionó. Cada vez que se acercaba a ellos, lo miraban como si se hubiera vuelto loco, o como si lo que les planteaba careciera de sentido. Si acaso decidían dar su opinión, lo hacían de un modo que no dejaba tan claro que el regreso fuera lo más importante para ellos. Pero tampoco aclaraban qué lo era. El geólogo, frustrado después de alguno de aquellos encuentros, se llegó a decir a sí mismo que, sin duda, encontraría mayor calidez en el exterior de la Base que allí dentro. En alguna ocasión lo comentó con varios doctores y personal fijo de la propia Galileo, pero todos coincidieron en que aquel comportamiento era, hasta cierto punto, normal, y lo achacaban a la ansiedad acumulada a raíz del prolongado tiempo transcurrido desde que salieron de la Tierra, sumado a la perspectiva de regreso. Una especie de bloqueo emocional que, sin duda, se solventaría con el tiempo, según decían. Después del último de aquellos diagnósticos Nolsson llevó a cabo un ejercicio de introspección. Al final del mismo concluyó que, cuando hubiera transcurrido el año que había de permanecer allí, y estuviera a punto de marcharse, haría todo lo contrario de lo que veía en sus colegas científicos: hablaría por los codos, le gastaría bromas a los nuevos, contaría chistes, a ser posible de dudoso gusto, bebería en exceso y armaría escándalo hasta que le llamaran la atención. Se mostraría, en fin, risueño y afable en lugar de apático y asocial. Haría todo lo posible por despertar una cierta y sana envidia entre los miembros del grupo de relevo, en lugar de la pena y lástima con que él los veía marchar.

                                                                                       * * *

     Apenas había transcurrido una semana desde que los científicos relevados partieran de regreso a la Tierra cuando el comandante de la Base reunió a su grupo, y les comunicó que iban a llevar a cabo una primera salida para continuar la exploración del helado satélite. Nolsson, al igual que el resto de sus compañeros, fue incapaz de disimular la mezcla de alegría y excitación que lo invadió cuando se enteró de la noticia. Habían pasado muchas horas de entrenamiento intensivo dedicadas a aprender el manejo de todo el equipo que debían conocer a la perfección: los trajes, las herramientas e instrumental de análisis y, por último, los vehículos de superficie que utilizarían para desplazarse una vez fuera de la Base.
     Se formaron cuatro grupos de tres científicos cada uno. Después de recibir las últimas instrucciones del Control de la misión desde el Centro de Mando de Galileo, los equipos se despidieron deseándose buena suerte. Nolsson imitó a sus compañeros y montó su trineo motorizado. Unos minutos más tarde los nuevos exploradores se alejaban de la Base en construcción. Al geólogo  le había tocado el grupo del oeste, y en aquella dirección avanzaba mientras mantenía su rápido vehículo a la  distancia de seguridad recomendada.
     Las primeras horas de viaje se le hicieron cortas pese a no encontrar nada apenas digno de mención, aparte de la ubicua y uniforme realidad helada del satélite blanco, que parecía ofrecerse a sí mismo tal cual era: una extensión infinita casi carente por completo  de fronteras o accidentes geográficos de importancia. Sabía que, bajo ellos, tras una gruesa capa de hielo de varios kilómetros de espesor, un océano de agua salada rompía aquella apariencia de quietud, añadiendo un curioso contrapunto a aquel pequeño, inhóspito y, aun así, hermoso mundo. Un mundo que ahora estaba siendo reclamado para la humanidad.
     Nolsson esbozó una sonrisa bajo la mascarilla de su traje. Se consideraba un privilegiado por encontrarse allí, en lo que sería considerado un hito histórico por las generaciones venideras. Durante unos maravillosos instantes, y a pesar de la obligada ausencia de contacto físico con tan gélido entorno, se sintió uno con la Naturaleza. Dejó que el trineo avanzara sobre la helada superficie sin prestarle atención,  cerró los ojos  e imaginó cómo el viento acariciaba su rostro.
     No mucho más tarde las radios de largo alcance instaladas en los vehículos despertaron tras un prolongado silencio para comunicarles una noticia. El grupo del norte acababa de informar al Centro de Mando del hallazgo de un enorme cráter que, al ser inspeccionado más de cerca, había revelado en una de las paredes, junto a la base del mismo, una entrada de lo que podía ser, quizá, una cueva. El afortunado trío había bajado a explorar y, tras una primera inspección superficial, se había internado en la abertura, pues el interior, según dijeron, parecía profundo y de grandes dimensiones. Poco después las comunicaciones se interrumpieron, hecho que ya sabían que se produciría, pues las radios portátiles incorporadas a los trajes ambientales eran de corto alcance, diseñadas para ser empleadas sólo entre los miembros de los equipos de exploración.
     Nolsson sintió una pequeña punzada de envidia, y deseó con todas sus fuerzas que sus compañeros y él realizaran un descubrimiento similar que les permitiera ejercer más de científicos y menos de turistas. Un par de horas más tarde se felicitó al ver que su ruego había sido escuchado, aunque esta vez no se trataba de ningún cráter, sino de una amplia oquedad abierta en un túmulo que se elevaba unas decenas de metros sobre la superficie. La excitación en las voces de los otros le confirmó al geólogo que no era el único que había anhelado un cambio en su rutinaria misión, limitada hasta ese momento a realizar fotos —incluida alguna que otra autofoto para el recuerdo—, grabar pequeños vídeos y recoger muestras para su posterior análisis en los laboratorios de la Base. Tras detener los trineos cerca de la entrada y comunicar su hallazgo al Centro de Mando, los tres hombres se adentraron en la cueva sólo para descubrir que continuaba hacia el interior gracias a una red de galerías cuya extensión era imposible de determinar a simple vista. La oscuridad no ofrecía demasiado problema, pues los trajes iban equipados con dos potentes linternas, una sobre la cabeza y otra a la altura de la cintura. Asimismo contaban con pequeñas radio balizas que podrían ir activando a medida que avanzaran, de tal modo que no les resultaría difícil encontrar el camino de regreso si se perdían en aquel laberinto helado.
      Después de recorrer un tramo considerable, acompañados tan sólo por el eco de sus pasos, el camino desembocó en una amplia caverna que, para su sorpresa, se encontraba iluminada con un suave resplandor azulado cuya procedencia no resultaba sencillo identificar a primera vista. Además de eso, las paredes y suelos de hielo estaban pulidos a la perfección, como si una mano menos caprichosa que la de la Naturaleza hubiera pasado por ese lugar. Como confirmación de esta última sensación, en el centro de la enorme cavidad descubrieron una especie de altar al que se podía acceder por varios escalones que lo rodeaban por los cuatro puntos cardinales —Nolsson pudo confirmar esto tras una rápida consulta a la brújula incorporada al traje—. Los rostros de los tres científicos reflejaban el estupor que sentían desde que entraron en aquella estancia, y ninguno de ellos dejó de hacerse preguntas y locas conjeturas mientras grababan y fotografiaban todo. Aún se  interrogaban sobre el posible origen del lugar  cuando de repente Zac Miles, el más veterano de los tres exploradores y jefe de aquel equipo, emitió un grito ahogado. Nolsson se dio la vuelta y vio que el hombre señalaba algo frente a él.  Giró la cabeza para seguir la indicación de su compañero, y entonces la vio. Al principio se llevó un buen susto al creer que se trataba de una mujer normal, con aquella figura bien torneada, sus delicados rasgos y esa mirada envuelta en una tímida y cálida sonrisa. Pero enseguida se percató de que era del todo imposible, pues no llevaba mascarilla, ni mochila de aire respirable. De hecho, ni siquiera vestía un traje ambiental adecuado que la protegiera de la gélida temperatura exterior. ¿Cómo era posible? ¿Quién o qué era en realidad? La segunda opción brotó en su cabeza en décimas de segundo. Quizá se tratara de algún tipo de holograma o proyección muy avanzada, dado su increíble grado de realismo. La siguiente alternativa que se le ocurrió le gustó mucho menos. Era posible que fuera el producto de una alucinación causada por algún tipo de toxina o germen desconocido que hubiera conseguido atravesar los trajes o hubiera alterado de algún modo el depósito de aire. Miró la pantalla del miniordenador de su traje, situada en su muñeca izquierda y que, entre otras cosas, le permitía consultar el funcionamiento del mismo, pero los valores que le mostraban no se alejaban de los rangos normales establecidos. Tan sólo una pequeña advertencia en rojo le recomendaba que respirara más despacio, nada más. La voz de Miles le sacó de su ensimismamiento y lo devolvió a la crisis que los rodeaba:
     —¡Smith! ¡Nolsson! ¡Decidme que estáis viendo lo mismo que yo!
     Ninguno de los tres hombres se había movido aún, debido quizá al estupor producido por la inesperada aparición de aquel inaudito fenómeno, pero, una vez pasados los primeros momentos de desconcierto, la curiosidad innata presente en todo científico se fue abriendo paso en la mente de Nolsson. El sorprendido geólogo intentó avanzar hacia la figura, que permanecía inmóvil, si bien los contemplaba con rostro sereno y mirada indescifrable. Extrañado, bajó la mirada hasta sus pies, que seguían asentados con firmeza sobre la helada y pulida superficie europana. No percibió problema alguno, e hizo un nuevo intento de dar un paso al frente. Fue incapaz de mover un músculo. Entonces miró a Miles y vio que este retorcía el cuerpo y hacía aspavientos con los brazos, como si intentara andar y algo se lo estuviera impidiendo. Smith, situado entre Miles y él, pero un poco a su izquierda, parecía hallarse en la misma situación. Pero, a pesar de ello, nada  le llegaba de sus compañeros a través del dispositivo de comunicación.
     —¡Miles! ¿Me oyes? —llamó Nolsson tras comprobar el estado de los controles de su radio—. ¿Miles? ¿Smith? ¿Qué está pasando?
     Sólo le respondió el silencio. Estuvo a punto de soltar una carcajada ante lo absurdo de la situación; veía a los dos científicos luchar en vano por moverse, y girar la cintura para mirarse entre sí y a él, con los rostros desencajados y evidentes muestras de estar gritando, pero la radio seguía muerta. Y en los indicadores de su traje sólo uno seguía marcando un valor anómalo, el de la velocidad de su respiración. El geólogo lo ignoró por completo y volvió a prestar atención a aquella figura que aparentaba la viva imagen  de una hermosa mujer humana. Hermosa y de rostro inescrutable, pues no se había alterado ni mucho ni poco por las evidentes dificultades por las que atravesaban los tres astronautas. Nolsson volvió a preguntarse si sería real o no era más que un producto de su imaginación. De pronto se acordó del equipo que llevaba y activó la cámara de vídeo acoplada sobre su casco. Una vez en el laboratorio podrían averiguar mucho más sobre aquella entidad, aunque ahora lo prioritario era encontrar la manera de moverse y salir de aquella maldita cueva. Fue justo entonces cuando empezó a escuchar algo, una especie de lejano murmullo que no se llegaba a fortalecer lo suficiente como para convertirse en un sonido interpretable con claridad. De pronto sintió un leve cosquilleo en sus pies que, poco a poco, fue subiendo más y más por su cuerpo, hasta que llegó a su cabeza. Teorizó que, quizá, podía tratarse de algún tipo de escaneo biológico, pero no tuvo oportunidad de comprobar su hipótesis, pues justo entonces vio a Miles derrumbarse sobre el hielo, como si hubiera sido abatido por un francotirador. Con la única salvedad de que nadie les disparaba. El geólogo miró a Smith, que se había llevado las manos al casco de su traje. También se desplomó, como si hubiera sido golpeado por lo mismo que Miles segundos antes. Sabía que él sería el siguiente, pero aun así hizo un último esfuerzo por escapar. El cosquilleo llegó por fin a su cabeza y los ojos se le quedaron en blanco. Lo último que Nolsson sintió fue cómo lo abandonaba la consciencia.

                                                                                       * * *

     Cuando despertó, lo primero que vio fue el serio rostro de Miles, que lo observaba desde el otro lado del visor del casco de su traje ambiental.
     —¡Arriba, dormilón! —dijo el jefe del grupo con aquella potente voz suya, que le llegó a través de la radio. Después de tenderle la mano para ayudarle a que se incorporara, añadió—: Hemos de irnos ya. Sólo nos queda el oxígeno justo para regresar a la Base. Nolsson se llevó una mano a la cabeza, confuso.
     —¿Qu-, qué ha pasado?
     —Si Smith está en lo cierto, un extraño caso de «pereza europana» —respondió Miles mientras miraba arriba sin mover la cabeza en evidente gesto de desacuerdo. Luego se explicó—: Él fue el primero en despertar. Al parecer los tres nos quedamos dormidos junto a las motos-trineo. —Hizo una pausa—. Yo prefiero pensar que nuestros equipos debían estar mal ajustados, y por eso perdimos el conocimiento. Alguien en la Base va a tener que darme una buena explicación.
     —¿Los tres? ¿Al mismo tiempo? —preguntó Nolsson sin terminar de creerse la posibilidad apuntada por Smith. Pero este hizo caso omiso, más pendiente de los datos que le proporcionaba su traje que de otra cosa.
     Miles se limitó a encogerse de hombros, pues tampoco parecía que le hubiera dedicado mucho tiempo a pulir los detalles de su hipótesis. Un fallo en los trajes que les hubiera dejado sin sentido por un tiempo sí podía tener sentido, pero el de los tres, y al mismo tiempo, no tanto. El jefe del equipo se dio la vuelta, montó en su vehículo, lo arrancó, y abrió la marcha de vuelta a la Base. Smith y Nolsson lo imitaron. Los tres parecieron firmar un pacto de silencio durante el viaje de regreso. Nolsson lo justificó por la escasez de oxígeno en sus mochilas, que hacía poco recomendable cualquier charla intrascendente, como las que habían mantenido durante la primera parte de su expedición. Tan sólo Miles se lo saltó a fin de mantener el preceptivo contacto por radio con el Centro de Mando.
     Llegaron a la vista de la Base sin mayores contratiempos, y cuando por fin accedieron a su interior, les comunicaron que todos los demás grupos habían regresado ya. Después de disfrutar de una relajante ducha, una comida caliente, y una no demasiado larga reunión con los otros grupos de exploración y los responsables del Centro de Mando, los científicos se encerraron en sus habitaciones para elaborar los informes personales de cada uno de sus campos. En las semanas que seguirían todos ellos deberían ir completándolos con los resultados de los análisis de las muestras y pruebas documentales que habían obtenido. En las siguientes reuniones, sin embargo, Nolsson observó que todos sus compañeros, y él mismo, reproducían un mismo y curioso esquema en la descripción de sus observaciones, a saber: aludían a la embriagadora inmensidad del blanco y yermo paisaje europeo, poniendo a menudo el énfasis en la soledad y en la, a la larga, incomodidad que semejante contemplación provocaba, cosa que lindaba quizá mucho más con un aspecto literario o artístico que con el científico. Sin embargo, se abstuvo de comentar en alto aquel detalle, que achacó a simple casualidad, o quizá a la peculiar capacidad evocadora del paisaje del satélite. Además, aquello carecía de importancia en comparación con otro fenómeno. Se había dado cuenta de que no sólo había dejado de comentar numerosos aspectos de trabajo con sus compañeros, sino que incluso el resto de actividades, más o menos lúdicas, que antes solían compartir habían quedado reducidas a la mínima expresión, sin que hubiera claros motivos para ello. En el Centro de Mando no pusieron objeción alguna a que los científicos dejaran de trabajar por equipos, y tampoco estimaron conveniente programar nuevas salidas para continuar con la exploración de Europa. Nadie protestó por ello.

                                                                                      * * *

     Harvey Grant llegó hasta la puerta del despacho, la abrió sin llamar y se deslizó al interior con la desenvuelta familiaridad que otorga el hábito. Cerró con cuidado tras él, y se volvió hacia el centro de la habitación, aunque permaneció de pie a la espera de que su jefe diera muestras de haber reparado en su presencia. El nivel de luz de la estancia era demasiado bajo para trabajar, y una pieza de música clásica sonaba con suavidad en el sofisticado equipo de música situado en una de las esquinas, sobre un bonito y antiguo mueble de madera de caoba. El sillón de oficina giró despacio hasta que su ocupante quedó situado frente al recién llegado, quien miró al hombre sentado con un brillo de conmiseración en la mirada, aunque esta pasó desapercibida en el oscurecido ambiente.
     —Hoy es uno de esos días, ¿verdad, señor?
     —Eres un lince, Grant —respondió el otro con voz ronca y carente de inflexión. Luego tomó una copa de licor que había sobre la mesa y que estaba llena hasta la mitad, y bebió un sorbo.
     —Me halaga, señor presidente, pero temo que mi apreciación carece de mérito. ¿Coñac? ¿A estas horas?
     —El mérito está sobrevalorado —sentenció el hombre, que se encogió de hombros y añadió—: En la botella no venía el horario recomendado de consumo.
     —Es posible que lo esté —concedió el subordinado ignorando el sarcasmo en la respuesta de su superior—, pero aun así es algo valioso en sí mismo.
     —Sabes muy bien lo poco que importa eso. Lo poco que importa todo. —Tomó otro sorbo, esta vez mayor.
     Grant optó por guardar silencio. Sabía bien que, cuando el presidente caía en aquella actitud derrotista, nada de lo que dijera podía animarlo. En contra de su opinión personal, quizá el alcohol consiguiera algo más. La espera brindó sus frutos.
     —¿Qué me traes?
     —El último informe de Galileo —fue la escueta respuesta que le ofreció el asesor. No hacía falta más.
     —Muy oportuno —dijo Bahman con ironía mientras levantaba su copa a modo de brindis.
     —Lo siento, señor —se disculpó el subordinado. Aun así, continuó con su informe—: Todo ha transcurrido como de costumbre y conforme a lo acordado.
     —¡Por supuesto! —estalló el presidente mientras se ponía de pie de un salto—. ¿Acaso podría haber sucedido de otra manera? ¿Había opciones que pudiéramos elegir?
     Bahman empezó a pasearse de un lado a otro por el despacho con pasos cortos y rápidos.  Grant esperó sin hacer ningún comentario. Ya había asistido antes a aquellos episodios de furia del presidente, y sabía muy bien lo que venía a continuación.
     —¡Nunca hubo alternativas! —gritó con amargura tras detenerse un momento. Luego reanudó el paseo de un lado a otro, como una fiera enjaulada—. ¿¡Hasta cuándo hemos de aguantar esta servidumbre!? ¿¡Cómo nos libraremos de esta maldita losa que nos aprisiona!? —El hombre apuró la copa y la depositó sobre una mesa auxiliar. Luego apretó los puños en clara muestra de impotencia.
     —Usted sabe muy bien que estamos atados de pies y manos…
     —¡Deberíamos luchar! —estalló una vez más el dirigente.
     —Lo hicimos… y perdimos —respondió el asesor, pronunciando en voz más baja, pero audible, las dos últimas palabras.
     —Sí, perdimos —confirmó el presidente—. Fuimos derrotados en una sola batalla en la que resultó destruida nuestra única astronave militar. Y con ella doscientos excelentes soldados y oficiales. Pero lo peor de todo es que perdimos nuestra libertad. Y ella, la hermosa, triunfante y pérfida Europa, aprovechó para encadenarnos a un destino más cruel incluso que la muerte.
     —El «Sacrificio» —musitó el asesor con un matiz cuasi reverente. Se sobresaltó con la risa salvaje, amarga y sin una pizca de humor del presidente.
     —¿Sacrificio? —repitió Bahman con displicencia—. Nada de sacrificio. Es estúpido y de fanáticos denominar de esa manera a lo que no es otra cosa que un horrible tributo para satisfacer a un monstruo insaciable. Monstruo que se hace más y más fuerte cada año que pasa mientras se alimenta de las emociones y de los recuerdos de nuestros más inteligentes científicos. Y cuando acabe con ellos, seguirá con el resto.
     —Llegará un día en que tendrá que parar —dijo el asesor.
     —Así es —respondió el presidente, con el ánimo hundido, tras su inútil explosión de cólera y orgullo—. Parará cuando ya nada nos importe, o cuando hayamos olvidado quiénes somos. Se detendrá, sí, no te quepa la menor duda. Lo hará una vez haya terminado de arrebatarnos lo que nos hace humanos.